
Una sensación de vacío (y no me refiero al corte de carne) me remueve las entrañas cada vez que participo en esas conversaciones alrededor de una mesa, donde son muy escasas las posibilidades de acotar algo por mas interesante que se vuelva la discordia. Los demás “dictadores” de la charla exponen sus teorías con tenacidad como si se tratara de un discurso estudiado. Ellos se interrumpen todo el tiempo y el tono de voz va en aumento (¡están gritando!) pero les cuesta mucho escuchar.
Uno cree, por pura ingenuidad, que puede aportar su granito de arena o simplemente arrojar una opinión válida, pero es ahí cuando entiende que hay una barrera infranqueable que no te deja pasar. Te interrumpen una, dos, tres, cuatro veces, hasta que te cansás por mas que sigas creyendo que tu opinión hubiera agregado sabor o información de utilidad. Creen que no estás a la altura para opinar en esa disputa, creen que no tenés los conocimientos necesarios para poder ser parte del clan.
Cuando por fin lográs decir “Yo quiero agregar algo...” y las miradas se vuelven en tu dirección inquisitivas como diciendo “¿Qué irá a decir este gil?”, es cuando tenés diez segundos para plantearlo todo a una velocidad extrema y ultra-violenta. Los ojos de esos dictadores de charla están inquietos, sus manos tiemblan, quieren interrumpirte para seguir hablando ellos como si se tratara de una carrera ciega y vertiginosa hacia su propio egoísmo, hacia ningún lugar.
Así que decílo bien rápido ahora... o callá para siempre.