
Como algunos ya sabrán padecí tres violentas caídas en una escalera peculiar del Hospital Central que conduce hacia el buffet. La primera iba bajando presuroso, quise saltear un escalón traidor de canchero para ir de dos en dos y tropecé, casi me esguinzo el tobillo. Las dos caídas posteriores fueron más recientes: Una tratando de subir acelerado (rodé unos 4 escalones hacia arriba) y la última tratando de bajar a desayunar (rodé unos cinco escalones cuesta abajo). Tuve lesiones físicas tatuadas en mi piel y sobre todo morales después de los mencionados infortunios. ¿Pero por qué esa escalera puntual si con todas las otras del hospital me llevaba aparentemente bien? Comencé a sospechar que se podría tratar de un caso personal entre “esa maliciosa colección de escalones” y yo. Toda esta serie de sucesos con cierto grado de misticismo me llevaron a juntar valor y enfrentarla cara a cara.
Una noche bajé a fumar y a hablar con ella, contarle mis problemas, algunas historias, tratar de darle coversación, preguntarle si en algún momento se había sentido ofendida por algo que dije o hice y que por eso echó sobre mi una especie de maldición. Pero ella no respondió.
A partir de ese momento comenzó mi riguroso entrenamiento durante el resto de la internación. Subía y bajaba escaleras de todo tipo de formas y colores a una velocidad estrepitosa y hasta alarmante, era la única actividad física que hacía en todo el día. Medía cuidadosamente las dimensiones de cada escalón, las estudiaba, su textura estaba grabada en mi sien casi a la perfección, y emprendía la marcha cada vez más ágil. Buscaba los lugares más complicados por donde subir en las escaleras de espirales, y si había gente bajando mejor, el desafío era aún mayor. No es por exagerar ni nada de eso pero... creo que me he convertido en un experto en subir escaleras.