
“Sí, ya lo sé… están ahí” se decía Mateo a sí mismo, haciendo referencia al fardel de chicles que albergaba en su bolsillo trasero, y buscando la ocasión pertinente para comerlos. Pero comerlos no era simplemente meterlos en su boca, sino que también debía eludir la popular y abominable escena de convidar uno. El paquete solo contenía tres chicles y Mateo no tenía intenciones de ver como sus agradables aglutinantes se derrochaban como un pueblo azotado por un tsunami. Llevar a cabo dicha misión no era demasiado difícil, pero se tenían que tener en cuenta los riesgos a correr: en el peor de los casos, ser descubierto con las manos en la masa significaría llenar las lenguas de los burlones con risas monocordes y necias, por la siguiente media hora (con suerte), y quizás más... mucho más.
Mateo no quería eso, suficiente había tenido esa semana con la fuga de su canario ‘Mocho’. Sin más que pensar y lleno de coraje, Mateo tanteó débil y suavemente el paquete de chicles que descansaba en su bolsillo de tela, y comenzó a juguetear con ellos con sus dedos. Notó que las tres golosas partes se encontraban atrapadas en un manto alumínico, y sobre este manto, un papel envoltorio, aferrado casi perfectamente a los rectángulos gomosos. Mateo sentía que las miradas de sus compañeros le quemaban, y con la frente mojada de sudor, miró el panorama y se tranquilizó al ver que ‘Scooby’, un joven apodado así por su pútrido olor, entretenía a la masa con una historia seguramente no verídica.
“Puedo sentirlos!” pensaba Mateo, mientras intentaba mantenerse al tanto de la conversación y a la vez sostenía los chicles entre el dedo gordo y el índice. De súbito, con un movimiento giratorio, logró rasgar el papel contenedor, dejando así un chicle individual que seguía envuelto por una capa obstaculiza de ligero aluminio. Utilizando el mismo método logró quitar el pliego superficial, y con los dedos ágiles como arañas, pudo sacar el segundo envoltorio. Un grito victorioso casi escapa de su boca, pero nada podría argumentar dicha estupidez. Sin más que esperar lo ocultó lo mejor posible entre sus dedos, con una mueca sonriente y vigorosa (resultado de un comentario obsceno), disimulando con total naturalidad, y con el chicle entre los dedos, quitó la mano del bolsillo y se la llevó a la boca, simulando una ocasión de… de no sé qué, simplemente se tocó la cara y en un momento fugaz se echó el chicle a la boca. Se tranquilizó bastante al ver que nadie vio nada sospechoso. “Misión cumplida!” se dijo, y procuró no masticar el tiempo suficiente hasta que no hayan evidencias de lo sucedido.
A partir de ese día Mateo se canonizó como experto en abrir chicles dentro del bolsillo y comerlos sin que nadie se entere. Él podía detectar a cualquier persona que quisiera comer un chicle a escondidas, y en su interior sonreía. Mateo estaba orgulloso de sí mismo, y había algo de lo que sí estaba seguro: nunca más en su sórdida vida convidaría un chicle a nadie, ni siquiera a sus propios hijos o seres amados. No hasta que alguien lograra descubrirlo.