El Gran Juego

Redactado el día 11 del mes 06 del año 2013
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A pesar de que los juegos de muerte eran comunes en esa época, nunca se había visto uno de tal magnificencia antes en la historia. Los espectadores eran de lo más selecto de toda la nobleza, de toda la región y sus alrededores, quienes habían pagado gran fortuna por ocupar sus respectivos asientos. El Rey había planteado el juego y ofrecido una fortuna invaluable al ganador, por lo que los belicosos guerreros entraban sin cesar por las libres puertas dispuestas.

El salón de batalla era como una fosa y los espectadores miraban desde arriba. Una campana sonó y el gran juego de muerte comenzó.

Todos acometían vociferando al sangriento encuentro. Los gritos y alaridos retumbaban en el gran salón del castillo y estremecían hasta al más valiente. La sangre se desparramaba a montones, salpicando en todas direcciones, como el agua de una cascada salpica al caer desde gran altura sobre una suerte de rocas. Podían vislumbrarse espadas y lanzas  atravesando miembros y dejando sin rigidez los mismos, las cabezas eran arrancadas de los cuellos de los gladiadores como si fueran corchos abandonando su botella, las extremidades de los combatientes eran cortadas y arrebatadas como se corta la vegetación de una jungla con incisivo machete. Los cuerpos caían con estrépito, a montones, y las armaduras resonaban. 

Colosales hombres y mujeres acudían al encuentro desde los rincones y escondrijos más ocultos y putrefactos del salón. Locos de terror arremetían, vociferando terribles gritos, infundiéndose infernales miradas. La sangre derramada excitaba y llenaba de espeluznante valor a los combatientes, que no cesaban de blandir sus armas con desesperación y fiereza. Nadie buscaba aliados, pues solo uno tomaría la gloria.

En medio del circo podían verse a dos gladiadores resaltar del resto. Thaurus, el hombre más corpulento de todos, que blandiendo con tremenda fuerza su gigantesco martillo aplastaba y reventaba a quién se cruzara en su camino, y no dejaba de gritar a grandes voces, infundiendo así pánico y terror a sus adversarios. El otro resaltante era Halongook, un ágil y endemoniado pícaro portador de ligeras armas y armaduras, que no hacía más que correr por todos lados asesinando a montones, haciendo valía de su incansable agilidad. Los espectadores aplaudían de pie a los mismos y gozaban de aquel despiadado espectáculo, y se dignaban a decir que nunca antes habían presenciado algo similar.

Ya había pasado una hora y unos setenta guerreros blandían sus armas cuando de repente, en un solo momento, corpulentas fieras de horroroso carácter aparecieron de cuatro calabozos que rodeaban el gran salón, soltadas hambrientas, luego de mucho tiempo sin ser alimentadas, con el objetivo de diezmar la cantidad de guerreros y dejar solo aquellos dignos del premio, y a la vez gozar de aquella sanguinaria cacería. Las bestias no tenían aspecto común, sino que parecían haber sido alteradas genéticamente, entrenadas para ser máquinas asesinas. Ahora una suerte de leones, hienas y tigres correteaban por todo el lugar, saltando y asesinando ambiciosamente a los guerreros. Inmediatamente se formaron algunos grupos que combatían contra los animales estratégicamente, pero en ellos mismos la traición tomó partida y muchos así cayeron, asesinados por la espalda.

El escenario ahora se componía de treinta y tres guerreros hombres, dos mujeres, cuatro leones, siete hienas y dos tigres de bengala. Los gladiadores ahora estaban en medio de la sala, rodeados de los animales que, por el momento, no hacían más que caminar en círculos emitiendo horripilantes alaridos. Algunos se enfrentaban entre ellos mostrando su valía y los mismos parecían no manifestar dolor de sus heridas, que sangraban de manera exuberante. Pero ese momento de tregua y respiro fue interrumpido por un sonido agudo y espeluznante, como de una infernal trompeta, seguido por retumbantes tambores que estremecieron a todo el lugar.

<<Bum… Bum… Bum… >> Una lluvia de saetas incendiadas de desató sobre la fosa, caían tanto sobre los hombres como sobre las fieras. Pues el Rey no quería que la batalla cesara y mucho menos aburrir a sus visitantes, que tranquilos gozaban del más majestuoso banquete mientras hablaban y reían a grandes voces, excitados, deleitados por tan ostentoso y sanguinariamente horrible espectáculo.

A pesar del cansancio que acarreaba la batalla, los gladiadores comenzaron a correr hacia todos lados, esquivando las flechas y saltando sobre las bestias, a matar o morir. Algunas hienas se desgarraban las carnes entre sí, mientras que los guerreros se apuñalaban, con los ojos ensangrentados, mirando hacia todos lados, con la guardia en alto siempre. Muchos morían bajo el poder de los siniestros tigres, quienes entre tanta sangre y desconcierto, sumado al calor de los pequeños incendios que habían ocasionado las saetas, demostraban el poder de la cólera que habían desarrollado en sus tantos años resguardados en lúgubres y fétidas mazmorras. El hedor a muerte podía olerse a kilómetros de distancia.

Thaurus se desentendió del grupo con el poder de su martillo y con tres secos golpes destrozó la cabeza de ambos tigres y un león; luego, dando unos pasos hacia adelante, dio contra cuatro guerreros que peleaban entre sí, y dando grandes saltos, como si bailara una sanguinaria danza, los sepultó bajo el poder de su incesante arma. Varios yacían muertos, traspasados por las flechas; empero él no había sido alcanzado por ninguna.

Halongook había liquidado a todas las hienas sobrevivientes al fuego de las saetas, y también a ocho guerreros más, y en definitiva quedaban en el salón de pie y con vida sólo tres cuerpos. Halongook, su principal enemigo Thaurus y alguien que no habían advertido aún. Una esbelta y alta mujer, de aspecto sanguinario y diabólico, con las manos y toda su resplandeciente armadura bañada de sangre, mirada sombría y vil, y una gran sonrisa demoníaca dibujada en su rostro. Aquella persona no tenía aspecto humano, era como una diosa extraída de las más terribles catacumbas del infierno; en ambas manos portaba grandes cuchillas curvas y afiladas que parecía dominar con mucha facilidad. La sanguinaria doncella se llamaba Alba.

Pero en el momento en que los tres sobrevivientes se decidieron a lanzarse al ataque, el Rey tomó la palabra levantando su mano, y cuando los tres lo miraron los increpó con animadoras palabras:

- ¡He aquí ante mí, su majestad, los finalistas del torneo!¡Bienaventurados sean ustedes y todo su linaje!¡La épica consagración está cerca, y en el momento en que dos de ustedes hayan caído, el vencedor subirá aquí con nosotros!¡Gran banquete será puesto a sus pies!¡Su fama y reputación será irrefutable e inimaginables historias se escribirán a su nombre!¡Una estatua majestuosa será construida a su imagen y una insondable fortuna estará a toda su disposición!¡Yo digo que así se haga todo!¡Y así será todo, es mi palabra, con los dioses de testigo!¡Los felicito, me digno de ustedes! Y ahora os ordeno…. ¡¡¡QUE ARDA EL INFIERNO!!!

Seguido del informal discurso del rey, cuatro escuderos aparecieron y dejaron caer cada uno, un globo lleno de combustible sobre el desnivel en que se daba lugar la colosal batalla. Al impactar en el piso infundieron terribles explosiones. Los cuerpos ya muertos se incendiaron y largas llamaradas se cometieron hacia todas las direcciones. Ahora sí la palabra infierno definía muy apropiadamente el escenario.

Thaurus se ocultó detrás de su escudo, siendo víctima de grandes quemaduras que alcanzaron su pie izquierdo y su respectivo brazo. Inmediatamente apagó las llamas, pero gran dolor se apoderó de él. Alba y Halongook, haciéndose de su agilidad, escaparon del alcance de los globos lo más posible y ambos saltaron a las paredes, aferrándose a las piedras como si fueran arañas y así salvándose del alcance del fuego.

El gran salón ahora no era más que una selva de llamas y el olor a carne quemada apestaba cada rincón del lugar. Ahora todos los guerreros estaban en la plataforma infundiéndose temerosas miradas entre ellos. Alba sonreía y entre las llamas lucía como un demonio. Halongook miraba hacia todos lados, como un ratón atrapado en una caja, buscando las alternativas para obtener la victoria. Thaurus, en cambio, yacía oprimido por el dolor, con aspecto lúgubre y odioso; pero excitado. Entre la negra suciedad de las cenizas se denotaba en su rostro una mueca tan colérica que parecía capaz de destruir el castillo con uno de sus martillazos si él así lo desease. Lentamente avanzó un paso, iracundo, cuando un sonido áspero, continuo y crujiente se oyó con dirección incierta. La pesada puerta de una mazmorra se estaba abriendo, Thaurus se detuvo sobre sus pasos y aguardó.

En la quietud del silencio y entre el calor de las altas llamas, apareció una nueva criatura avanzando lentamente sobre sus pasos. Pero éste no se parecía en nada a los anteriores, sino que era de exagerado tamaño. Parecía un tigre gigante pero su rostro estaba cubierto por mechas rústicas y sucias, como si este tuviera también genes de un león. En tamaño doblaba a cualquier otro tigre antes visto, y su aspecto era espectral, tan asqueroso en su mueca inmunda y deformada en todos los aspectos que se podían percibir. Avanzaba lentamente entre las llamas, como si estas no lo quemaran, lanzando horribles alaridos y dirigiendo funestas miradas a los combatientes. Inmediatamente se echó a correr dirección de Halongook y balanceando su cabeza hacia todos lados se lanzó finalmente sobre él. El pícaro trepó sobre el muro donde había aguardado anteriormente, pero no logró alcanzar la altura suficiente para poder escapar de la bestia.

La misma lo tomó del pie y lo lanzó con estrépito al suelo, y luego, de un salto se abalanzó sobre él. El audaz pícaro se escurrió deslizándose por debajo del monstruo rajando su abdomen con su cuchilla. La bestia lanzando potentes alaridos comenzó a correr tras él, y la suerte del escapista fue de lo peor. Pues éste adormecido por el dolor de su pie cayó al suelo, rodó sin bajar su guardia, e inevitablemente se vio acorralado entre las llamas, y el horripilante monstruo. En un solo instante la bestia increpó sus dientes sobre el cráneo del pícaro, enviándolo así al inframundo y haciendo que la obscuridad se apodere de su alma.

Ahora quedaban dos guerreros y la bestia, la cual, agonizante por la herida, corría por entre la llamas dominada por una ira demencial. Alba pudo ver como de arriba le arrojaban dardos, seguramente dopados de alguna droga que le daba al monstruo una fuerza fantasmagórica. Tan horripilante como misterioso, aquel engendro salido de las catacumbas del infierno, parecía tener, en ese momento crucial y enfermizo, la fuerza necesaria para derribar al mismísimo Hércules.

Alba en su intento por escapar del espectral ser, mezcla de León y Tigre, se vio sorprendida por Thaurus que salió de entre las llamas, con toda su piel ampollada y quemada, y de un salto se abalanzó sobre ella despojándola de sus armas. Ágilmente la luchadora comenzó a dar golpes con sus rodillas en el abdomen del atacante mientras intentaba sacar las fuertísimas manos del atacante de encima de su pescuezo. Pero los intentos eran vanos, los golpes perdían potencia, y su mirada se tornaba oscura lentamente. De repente Thaurus divisó a la bestia correr a gran velocidad hacia donde ellos, y lamentándose soltó a la chica y rodó hacia un costado. El horrible engendro tomó del pie derecho a Alba, que yacía casi inconsciente sobre el caliente suelo, y comenzó a zamarrearla en todas direcciones como queriendo desprenderle ésta extremidad de su cuerpo. Empero, para la sorpresa de todos, apareció Thaurus con su enorme martillo, adornado de calaveras de marfil y figuras satánicas esculpidas, y lo dejó caer con toda su fuerza sobre la bestia destrozando así su cráneo y dejando caer tanto sesos como órganos por todos lados. Así la bestia perdió su vida, y la obscuridad de las tinieblas veló por ella.

Thaurus levantando su martillo en forma de victoria comenzó a correr por entre las llamas, vociferando, aturdiendo el castillo con sus gritos. Corría y gritaba. Parte de su piel se desprendía de su cuerpo, y sus heridas podían divisarse desde lejos; sin embargo él no subestimaba la presencia de Alba, pero al parecer su orgullo lo incitó a tomar la gloria de forma justa y dar así un buen final a todo este circo. Alba tardó en recomponerse, y parándose sobre sus piernas flexionadas pareció recuperar el aliento y la claridad de su mirar, y así lentamente alzó su rostro, con torva faz hacia Thaurus. Ella comenzó a reír y esa risa llenó de terror a todos, pues parecía el mismo diablo reencarnado en tan esbelta y hermosa figura. Thaurus calló y le devolvió la mirada. 

Alba se puso de pie y sin quitar sus ojos del gigantesco guerrero comenzó a desprenderse de sus armaduras, dejando las mismas caer con estrépito sobre las cenizas del suelo. Todos se sorprendieron mucho al ver esto, ya todo carecía de sentido. El Rey pareció querer tomar la palabra, pero al ver como los nobles y las más consagradas figuras de todo el país que vislumbraban el evento miraban atentamente, como hipnotizados por tales actos, decidió callar y esperar.

La doncella había comprendido que de nada servía tal armadura ante los devastadores golpes de aquel colosal guerrero y que ésta solo entorpecería sus movimientos, por lo que quedó vestida solo con una tela sucia y desgarrada que rodeaba su pecho, y otra similar en sus caderas. Ambas prendas tiznadas por el fuego. Acto seguido tomó un escudo grande del suelo y acomodó sus cuchillas dentro del mismo, mientras proseguía con sus demoníacas risas que ya no le causaban nada de gracia al gran Thaurus, de tremolante armadura.

Thaurus decidió tomar la ofensiva y lanzando un grave alarido corrió en dirección a ella, pero esta comenzó a correr a mucha mayor velocidad que él y en sentido contrario, casi desnuda y llevando solo consigo el escudo con sus armas. La octagonal galería no era demasiado grande como para perderse de vista, empero él efectivamente dejó de verla. Alba se ocultaba detrás de las grandes llamaradas que ardían cada vez más fuerte, Thaurus andaba en todas direcciones buscándola, colérico, blandiendo su martillo en todas las direcciones, como si fuera su enemigo un fantasma. Mientras que ella reía a gritos, y estos rebotaban en los muros, y el grandote no podía darse idea de donde estaba.

En el momento en que Thaurus dejó quieto su martillo, impotente, humillado; la sanguinaria guerrera salió de entre las llamas con sorprendente velocidad y saltó a las espaldas del guerrero, tomándolo a este del cuello con sus dos manos y brazos  con todas sus fuerzas (las cuales eras impresionantes) sobre su cuello y de un mordisco logró desprender de la cabeza del gigante su oreja derecha. El grito del belicoso estremeció todo el castillo. Sus manos por la grandeza de su masa muscular, no podían tomarla para quitársela de encima. De a poco su vista comenzó a nublarse y pudo verse vencido, no tuvo otra idea que lanzarse de espaldas sobre el gran fuego que ardía a su lado para así aplastarla y morir ambos en todo caso, pero para su desgracia la dama  escapó de la caída de un salto dejándolo caer con gran estrépito y dolor sobre las llamas, y acto seguido, a pocos metros del gigante que gritaba y se retorcía como un demonio, tomó sus dos cuchillas de adentro del escudo que colgaba en sus espaldas, y presentándolas en forma de cruz sobre el caído, con un abrupto movimiento cortó su cabeza.

Luego de todo tipo de sorpresa y halagos, la guerrera ascendió a donde el Rey, fue curada por sus hombres, la vistieron y dispusieron un gran banquete en su honor. Después de toda su apatía ante todo reconocimiento una pesada puerta se abrió y dispusieron ante ella un gran cofre lleno de esmeraldas, zafiros, rubíes, ídolos de oro, perlas, y amuletos de todo tipo. Luego de mirarlo con desprecio ordenó que lo cargaran en un carro tirado por caballos y así abandonó el castillo y nunca más se supo de ella. Absolutamente nada. 

La estatua fue construida como el Rey había dicho. Ya todo el reino por siempre podría contemplar la hermosa figura de una mujer alta y bella, con sus rústicas tapaduras tapando su sensual desnudez, y sus dos imponentes cuchillas en sus manos. Podían verse las marcas de una tremenda mordida sobre su pie derecho, y una denotada y espeluznante sonrisa cruel en su rostro; también unos sus ojos obscuros que parecían ser la representación de un demonio, como si la estatua tuviera vida. Debajo, en una placa podía apreciarse el grabado que decía: “Alba, vencedora del primer y último gran juego de muerte

FIN